PACHA, HESTIA, BUDA/ palabras sobre lo que está
A Pipe y Mon, el hogar...
Derivas
Por absurdo que les parezca a los puristas del audio, me encanta cómo suena el cassette. Me importa cero la definición, la profundidad del campo sonoro y todo eso. No es posible determinar que algo suena mejor. Hay un sonido que performa una escucha y que esa escucha valora positivamente, por razones que no necesariamente agotan la experiencia de escuchar música. La experiencia de escuchar música excede la experiencia del audio. Está atravesada por la afectividad, los vínculos, la memoria, los anhelos.
Toda concepción de mejora implica un criterio. Siempre hay personas que no se ajustan a ese criterio.
Nuestra civilización toma las modificaciones técnicas y tecnológicas con una matriz evolucionista, jerarquizante, teleológica y sustitutiva. Evolucionista porque pone el acento en el desarrollo de nuevas formas y la reconfiguración del entorno que generan por sobre lo que permanece estable. Jerarquizante porque valora esas transformaciones como algo siempre positivo y superador. Teleológica porque inscribe esos desarrollos en una temporalidad lineal y unidireccional. Sustitutiva porque -en virtud de las características ya mencionadas- determina que cada nuevo desarrollo desplace a los anteriores. La lógica sustitutiva como dinámica civilizatoria de pensar el tiempo y los desarrollos y transformaciones en las relaciones entre cuerpo-psique, medio y técnica nos inducen a pensar inconscientemente que avanzamos, que mejoramos, cuando siempre toda transformación implica pérdidas, y cuando siempre puede haber alguien que valore y necesite aquello que se pierde, lo que queda atrás.
Creo que fue a Lucrecia Martel que le oí decir que los seres humanos segregamos tecnología como el caracol segrega su baba o la araña su tela. Me parece una hermosa y certera descripción. El problema no es ese. El problema lo determina la dirección cultural, civilizatoria, que se imprime a esa capacidad. La matriz cultural regente, la configuración entre cuerpo-psique, medio y técnica que configura lo que podríamos llamar régimen algorítmico, no deja -o tiende a no dejar- nada fuera de su dominio. Como una araña que convierte todo el mundo en su tela. Absurdo: ¿qué comería? O un caracol que babeara el mundo entero: ¿dónde iría que no fuera a sí mismo continuamente?
Estamos haciendo mal las preguntas. Estamos preguntando todo el tiempo qué puede hacer el ser humano que no puede hacer una IA... El punto no es qué pueda o no hacer la IA respecto del humano. El punto -o al menos un punto relevante-es qué pasa con quienes -y siempre hay de esos- no nos importa. Simplemente nos gustan más los humanos que las máquinas. Simplemente no valoramos el continuo ponerse a salvo de toda intemperie, de toda dificultad, de toda incomodidad. Nos parece bien experimentar un frío razonable, no mortal, cuando es invierno, y un calor no mortal cuando es verano. Fortalecer el cuerpo en esfuerzos razonables exigidos por la supervivencia. Tener lo justo y necesario. Que no haya nadie que no tenga lo justo y necesario. Si es relevante la preocupación por el advenimiento de un nuevo nivel de ser, de realidad, que nos ponga en riesgo, no es por algo intrínseco a esa realidad -la IA- sino por la matriz cultural en que ocurre su desarrollo: es porque cada vez que inventamos algo tiramos todo lo anterior, que tememos -ahora que hemos creado algo que no nos auxilia en nuestra orientación en la existencia, sino que determina esa orientación- terminar los seres humanos en la basura de lo obsoleto.
El supuesto de la mejora continua es correlativo a una exigencia, en el campo vital, de una actualización incesante que en su aceleración creciente, está reconfigurando nuestra relación con el tiempo. Si la escritura, gran ancestro del linaje de la codificación de lo real, preocupaba a los antiguos sabios por su capacidad de debilitamiento de la memoria (que es más que la capacidad de recordar cosas: es la adherencia del tiempo humano al tiempo cósmico), la codificación actual, binaria, táctil, inmediata, totalizante, bloquea cada vez más la posibilidad de entrar en el futuro: atrofia la imaginación. Por la escritura, el pasado no se trae sino que se registra. Por la codificación digital informática, el futuro no se sueña sino que adviene como un tsunami. Estamos en el presente puro pero no como vivencia plena sino encajonados, atrapados en un tiempo cada vez más angosto: angustiados.
En otro escrito voy a presentar de una manera más detallada y organizada estas ideas. Ahora me ocupa más bien la tarea de encontrar fisuras, grietas de acceso a una temporalidad liberada. Una nueva eternidad. Traigo algunas. Su ancestralidad parece desnutrir su potencia de novedad. Pero es que la novedad que busco no es la de lo moderno, lo nunca antes visto. Es la novedad de lo que tiene el poder de limpiar la mirada para ver, justamente de nuevo, con ojos blandos, frescos, lo que siempre ha estado ahí.
Pacha
Sostén que da: da espacio. Ordena el tiempo. Música quieta que ordena la vida con un pulsar de dimensiones cósmicas. El tiempo de la montaña. El tiempo de los árboles. El tiempo de las aguas. Sostiene y da: transforma cansancio en fruto.
En su dinámica de cobijo y transformación, Pachamama recibe los despojos y los reintroduce en el ciclo de la vida.
Conceptualmente, pacha ofrece una fertilidad única, porque comprende dimensiones que nuestras ideaciones separan artificialmente, como mundo y tiempo, lo que la vuelve curiosamente resonante con la intuición del maestro Dogen, que a comienzos del siglo XIII, en un capítulo del Shobogenzo, habló extensamente del ser-tiempo, idea con la que busca llevar a la comprensión de que no hay separación entre temporalidad y existencia.
Pachamama es divinidad que habita aquí y ahora. No arriba en el mundo de los dioses (Hanan pacha). No abajo en el mundo de los muertos (Uku Pacha). Es Kay Pacha: en este mundo, en este tiempo.
Pacha contiene y provee, cobija y brinda espacio para la fecundidad, para la continuidad de la vida. Como un útero, o una laringe. En reciprocidad, es necesario ofrendar a Pacha una parte de lo recibido. La acumulación total está vedada. Y la ofrenda no es deuda: la ofrenda es el gesto que reconoce el bien recibido y lubrica el vínculo para la continuidad de los ciclos vitales. La deuda, en cambio, es la marca de la sujeción, la dependencia subordinante. El deudor no tiene cobijo. Tiene amo.
El tiempo de la ofrenda es en sí mismo una ofrenda. El tiempo que se separa del continuo cotidiano. El gesto de interrumpir el curso de las propias ocupaciones y dar un rato de la vida para dar en gratitud. Frenar, demorarse, interrumpir, suspender, estar. No se puede hacer nada de eso sin resignar el provecho, la producción, la ganancia. No me refiero solamente a provecho, producción y ganancia económicas, a lo que nos requiere el ritmo de vida al que nos fuerzan las condiciones civilizatorias que hemos creado. Me refiero sobre todo al provecho, producción y ganancia más propios, cotidianos. Me refiero a incomodarse y permitir que el requerimiento de la ofrenda arruine nuestros planes, altere nuestra rutina.
Hestia
En un período de honda escasez material, viviendo en un hotel familiar, alguien, matriarca de una enorme familia, notó que cuando mis hijos no estaban conmigo yo no cocinaba. Me dijo: hay que cocinar siempre. No cocinamos para comer nada más. Cocinamos para que haya olor a hogar.
Contrario al gesto de su hermano Zeus, que desplegó toda su omnipotencia violando todo lo que se le antojó, obteniendo aun fuera por la fuerza todo objeto de sus caprichos, Hestia renunció a ser poseída o poseer. Se mantuvo en una castidad que no debe confundirse con puritanismo; más bien dedicación: se entregó exclusivamente a la tarea humilde de mantener encendida la lumbre fundamental de la interioridad. La llama sagrada. El hogar.
El hogar no es, en principio, la casa: es el fuego central. Hogar coincide con hoguera en la antigua palabra focus: el foco es el punto de convergencia de los rayos de luz, del calor, que señalan, en esa convergencia, que ese punto es fuente de irradiación e iluminación, fuente de calor y abrigo, cocción del alimento, punto de reunión, invitación al encuentro.
El contraste entre el caprichoso Zeus y la renunciante Hestia advierte que la satisfacción ilimitada de los propios deseos da lugar a daños irreparables. Pero que el cuidado, la capacidad de ser confiable, de ser sostén de algo o alguien más, no puede hacerse sin una renuncia, un ponerse un límite. Un sacrificio: separar (tiempo, energía, deseos) algo de sí, para algo o alguien más, en reconocimiento de la co-pertenencia, de no ser autosuficientes: reconocimiento de existir en una trama que no puede agotarse en uno solo de sus puntos sin dar lugar a algún tipo de catástrofe, sea en escala planetaria, sea al nivel de un alma que se desgarra.
¡Tengo chispa!, grita Calcifer, sensible a los halagos de la joven hechizada en El increíble Castillo Vagabundo de Hazao Miyazaki. Es una bellísima imagen del fuego del hogar que permanece y, justamente en su inmovilidad, posibilita el movimiento. El fuego humilde, que no va a ningún lado, que no pide nada. Lo quieto, lo que se sienta, lo que está, lo que no requiere, lo que no reclama, lo que no tiene precio.
Tengo chispa. Tengo alma. Estoy. Estoy despierto. Puedo encender a otros. Puedo acompañar. Puedo entibiar la jornada de quien llega. Puedo dar calor. Puedo nutrir. Puedo estar. Estar para recibir. Estar para hospedar. Esperar con algo calentito.
En la segunda mitad del pasado siglo, tras la guerra, Fernand Deligny creó una red de vida para autistas. Observaba sus recorridos por el terreno, siempre iguales, continuos, estables. En los cruces entre recorridos armaba una posta: acá hacemos pan. Otra posta: acá cortamos la leña. Los autistas no eran arrastrados a hacer actividades a ver si funcionaban en algo. Erraban, y en su errancia se topaban con un punto de hospitalidad que no obligaba, pero invitaba con el calor de una presencia liviana.
Buda
Sin huella, es el paso de los Budas por la vida. Como el ave que hiende el aire o el pez que atraviesa el agua. Sin huella. Una presencia liviana. Los seguidores primitivos del Buda histórico eran llamados Bikkhu y Bikkhuni: mendigo, mendiga. Despojados. El monje zen, en Japón, es llamado Unsui: nube y agua. La liviandad del que no posee la realidad, no la toma para sí. No extrae, no aprovecha, no aumenta el rendimiento, no acelera, no acumula, no aventaja, no maximiza beneficios. No se adhiere ni siquiera al propio personaje social, indispensable para la inserción vital en este mundo, pero un estorbo cuando se vuelve coagulación, cuando la frontera entre su interior y el exterior, entre el medio y su infinito anímico, se vuelve muralla en vez de membrana resonante.
El kesa, manto sagrado de los Budas, ensambla los retazos descartados del mundo para coser la gran trama cósmica en la que desde cualquier punto se llega a cualquier punto. El kesa es lo único propio del monje y la monja, pero no es propiedad. Está a su cuidado. Llevarlo conlleva cuidado: no debe tocar el suelo. No debe mancharse. Exige prestar atención, y organiza el cuerpo en gestos delicados y certeros. Justos. Sin apuro; sin desidia.
Shakyamuni obtuvo su nombre de Buda (el despierto) sentándose, sin más. En su gran sentada, en la postura de las montañas, poniendo su cuerpo en resonancia con el cuerpo de Pacha, fue que encontró para todos los seres el sendero del despertar. Puede ser decepcionante, para quienes gustan de experiencias especiales, espectaculares, darse cuenta de que ese despertar, ese encuentro íntimo con la realidad Buda en cada quien, no es más que una mirada que se despeja, y logra ver a través de la niebla de todo lo coagulado en la realidad, la frescura de una creatividad incesante. Como si lo que despertara fuera el recién nacido que creíamos haber dejado atrás, y resultó estar en el centro. Como un hogar.
Encuentros
Pacha, Hestia y Buda traman un tiempo que no es el del aprovechamiento. Ofrecen más bien la apertura del tiempo del cuidado. El cuidado requiere una temporalidad específica: esperar para no reaccionar con violencia. Esperar a quien marcha más lento. Esperar a que el otro pueda manifestar su necesidad. Esperar para no empeorar un daño con una intervención desubicada, abstracta, ajena al presente. Es el tiempo que no avanza, que está. El tiempo de reparar lo dañado, lo obsoleto. El tiempo de la convergencia en el fuego que reúne.
Pacha, Hestia y Buda son las figuras del cuidado y el don: sostén, hospitalidad, compasión. Son las costuras fundamentales del gran kesa de la trama humana. Son la leña del fuego del hogar de todos los seres. Son el abrazo incondicional que está. En este mundo, en este tiempo.
Piedra
invierno de 2025
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